11.9.08

Luna de Venecia, la novela. Primeras paginas

La ciudad que nunca sonríe se había despertado más triste que de costumbre. Las lágrimas de su sollozo cubrían los canales, los patios, las plazas, y cómo no, me cubrían a mí. Había visto a muchas ciudades llorar, pero nunca de la manera en que lo hacía ésta. Mi ciudad, ésa que había dejado hacía tiempo, lloraba siempre a las seis de la tarde, quizás como tributo a algún matador muerto una hora antes. Era un llanto débil, que te cubría pero que no te dañaba, y que limpiaba en su dolor un aire que ya casi no se podía respirar. Otras ciudades también lloraban, pero tampoco sus lágrimas eran amargas. Había visto llorar hasta al cielo de Israel, ése que cada verano demuestra al mundo que es el más duro de todos los cielos. Aguanta estoico y sin mudar ni un poco su color viendo como sus hijos de mil madres se matan día a día, pero aquella mañana ni siquiera pudo reprimir el sufrimiento que llevaba dentro, y soltó unas lágrimas frías e inocentes para que yo pudiera ver que hasta los cielos impasibles pueden llorar. Pero esta vez la lluvia era amarga, sentía en mi rostro su amargura paso a paso, sentía como esas lágrimas caían entre mis cejas y sentía como todo se entristecía bajo su espesa sombra. Y fue entonces cuando vi al fondo del canal un pez que se acercaba. Lo miré con interés y asomó sus ojos de pez, ojos grandes, ojos de lado, y me dijo: "Has visto muchas lluvias, cabrón, pero esto es el diluvio, y no tienes paraguas, hijo de puta."

_______
Por aquel entonces yo ya era suficientemente mayorcito para saber que el sol se pone todos los días por el mismo sitio, nos guste o no, pero lo que no podía imaginar era que la luna me traería tantos problemas. No recuerdo muy bien que hacía la tarde en que todo empezó, pero seguramente estaría preguntándome qué cojones hacía yo en Venecia. En teoría era fácil, yo era un estudiante de lenguas semíticas y había ido allí para ampliar mis conocimientos. En la práctica había ampliado la cavidad vaginal de un par de napolitanas, y poco más. Por lo demás llevaba una vida de esas que pueden calificarse como bohemia, es decir, vivía en una sucia buhardilla sin calefacción, pasaba más frío que un esquimal, me engañaba a mí mismo pensando que llevaba una dieta equilibrada para no reconocer que estaba muerto de hambre, y gastaba mi poco dinero en alcohol. Aparte de estos inconvenientes el entorno no ayudaba para nada. En Venecia siempre llueve, cuando no llueve la niebla es tan espesa que no te ves ni los huevos en posición fetal, cuando se va la niebla se inunda la ciudad, cuando se inunda la ciudad salen las ratas, y cuando ya te has cagado en todo lo habido y por haber, vuelve la lluvia. Y así, y así, y así. Y cuando te olvidas de todo eso y te sientas a fumar el último cigarrillo bajo un soportal, contemplas a los asquerosos perritos con abrigo, y a veces hasta con sombrero, y te das cuenta de que hasta un jodido caniche pasa menos frío que tú, y se te cae el mundo encima. Y más o menos así me debía sentir aquella tarde cuando de repente apareció ella. Hay muchas mujeres en el mundo, pero que muchas, y seguramente todas tendrán una habilidad especial, pero puedo asegurar que por muchos años que viva, ninguna mujer podrá aparecer entre la multitud como lo hizo ella.

Su sonrisa se contemplaba a más de mil metros y el brillo de sus ojos me recordó que algo en aquella ciudad no estaba muerto. Llevaba un jersey amarillo, y debajo de él un par de razones para echar por el suelo a Newton y su famosa ley de la gravedad. Mis ojos siguieron el movimiento de sus caderas sin perder detalle, y a cada compás mi corazón se aceleraba más y más. La tenía a diez metros y ya la echaba de menos. La tenía a cinco y ya había repasado mentalmente medio Kamasutra. La tenía a dos y ya había decidido el nombre de nuestro primer hijo. La tuve delante y fui incapaz de decirle nada, y se alejó por la Strada Nuova en dirección a Rialto mientras contemplaba su culo, el culo por antonomasia. Suspiré y apagué mi cigarrillo, la depresión se volvió a apoderar de mí y me alejé siguiendo el reguero de su olor, un olor que me era nuevo y desconocido, pero que no quería dejar de oler nunca.

_______

Aún pensaba en ella cuando me dejé caer en una vetusta silla de la biblioteca que chirriaba por la humedad y que apestaba a madera vieja. Ya saben, el glamour de Venecia y todas esas gilipolleces que atraen a los turistas. Cá Capello, la sede de la Facultad de Lenguas Orientales era pequeña, húmeda, triste, en fin, un horror. Sin embargo, y a pesar de todo eso, cuando me sentaba a estudiar y contemplaba el Gran Canal al fondo una especie de amarga felicidad se apoderaba de mí. En ésas estaba cuando apareció Giulio Berti, profesor de Lengua y Literatura Hebrea, especialista en Midrás, mente privilegiada donde las haya, genio unánimemente reconocido por los especialistas en la materia y rompecorazones oficial de la Universidad de Venecia. A mí me parecía un engreído hepatítico con aires de grandeza, pero en fin, saber sabía lo suyo, cada cosa como es. En Italia hay que andarse con mucho ojo con los profesores, nada de tutearlos, ni saludos informales como Ciao, aquí siempre Buona Sera y todo eso, muy sobrio y muy anticuado todo, como les gusta, y si te descuidas y te topas con peces gordos como el presidente de la Facultad, hay que darle al Excelentísimo y a su Ilustrísima, como con Napoleón, para descojonarse, vamos. Y de intentar seducir a sus mujeres, ni hablar. Algo muy desagradable.
-Ciao, Berti. ¿Cómo va eso? -así, con diplomacia.
Me miró con cara de pocos amigos.
-Ustedes los españoles, señor De Mol, saben muy poco sobre la buena educación. En cuanto al hebreo aún estoy esperando que me demuestre de lo que es capaz. Hace días que espero su traducción de los textos que le entregué.
-Verá, hago lo que puedo, pero en esta universidad no hay quien trabaje. No entiendo el funcionamiento de la biblioteca, que si el miércoles de diez a doce, que si el jueves de doce a diez, que si este libro no se saca, que si un profesor debe firmar la ficha, que si este otro no lo tenemos, pero éste sí, que no es lo mismo pero es igual, que si sí, que si no. Nunca consigo los libros que necesito.
Por un momento pensé que le había convencido, pero aquel tipo no estaba por la labor de colaborar en mis vacaciones académicas. Me miró con un ligero aire de reproche antes de alargar sus huesudas manos y dejar caer unas llaves encima de la mesa.
-Ahí tiene las llaves de mi despacho. Encontrará todo lo que necesita para su traducción. Mañana le espero en clase, estoy seguro que nos amenizará con una interesante exposición. Buenas tardes, no se olvide de cerrar y dejar las llaves en la conserjería.

Y se fue, y sin saber muy bien cómo me encontré en su maldito despacho hojeando libros aburridos y sin la más mínima idea de qué hacer con ellos. Estaba cansado y sin ganas de trabajar, así que decidí sentarme sobre el sillón de Berti, bajo la cálida luz de la lámpara, y contemplar a través de la ventana cómo pasaban las góndolas a lo largo del Gran Canal. De repente, alguien llamó a la puerta.
-Avanti.
Cuando vi su jersey amarillo ni yo mismo podía creérmelo. Pero era ella. Cuando vi su sonrisa iluminando mi vida pensé que se trataba de un sueño. Pero no, era ella. Cuando sus ojos se clavaron en los míos pensé que era un errado personaje, quizás un ángel escapado de un cuento de hadas. Pero no, era ella.

No hay comentarios: